Siempre que miro el cielo me
pregunto qué tan bien lo deben pasar las nubes, siendo movidas de un lado a
otro por el viento, como si todo fuera una danza. Entre más fuerte el viento,
la vista es más sorprendente: nos muestra los matices del atardecer o del
amanecer, los halos de luz, los arcoíris, las nubes blancas, grises y pintadas
de amarillo, de azul y rojo.
Son los días fríos los que más me
gustan para ver el cielo. Siempre me imagino que la nube más blanca que
rápidamente atraviesa el espectáculo, es en realidad una mujer. Una bruja que
mientras va en su escoba, salpica de color las demás nubes, les dice donde llover
y donde nevar. Les dice cuándo quitarse para que la luz les dé a las personas
que más lo necesitan.
Como cuando estaba perdido, el
día que más triste me sentí, corrí lejos y me eché al suelo. Pero ella me
alumbró con su luz, me trató de decir que todo estaría bien. Yo le entendí y le
di las gracias.
Ahora, cada vez que miro el
cielo, ella me saluda. Cuando estoy triste llora conmigo y cuando tengo calor
trae frentes fríos, cuando es demasiado, nos brinda las suradas. El clima es mi
nuevo aliado, pero especialmente la nube más blanca que recorre el cielo con
rapidez, la más esponjada, esa es mi amiga.