— ¡Hereje! ¡Yo
les mostraré que es un hereje! — Decía el joven mientras revoloteaba en el
viejo arcón de su abuelo. — ¡Van a pagarlo muy caro!
Después
de haber dejado la habitación completamente desordenada, al fin encontró lo que
buscaba: una vieja flauta de madera. Apretándola fuertemente, salió de su casa
y del pueblo sin mirar atrás, estaba decidido.
Su
abuelo y él siempre habían trabajado como curanderos, un oficio que llevaba
siglos en la familia. Pero no eran creyentes religiosos, pese a que algunas
veces recurrieron a la magia, no entraban a la iglesia, ni hacían el signo de
la cruz. En tiempos antiguos, esto no parecía molestarle a la gente, pero desde
que su abuelo había muerto, no había lugar en el pueblo donde no molestaran al
pobre Henry. Esta última había sido en la taberna, justamente la semana pasada
había curado a la hija del tabernero, pero eso no importaba, todos le decían
hereje y además, jugaban pesadas bromas sobre quemar su casa y colgarlo. Muchas
veces tenía que limpiar los rastros de comida y basura que le lanzaban a su
casa, y aunque las bromas al comienzo eran graciosas, el chico había dejado de
sentirse seguro en aquel pueblo.
Pero él
no era ningún tonto, y tampoco tenía la paciencia de su abuelo. Por ello, antes
de que este muriera le rogó le contara la historia de la familia y cómo habían terminado
en aquel pueblo. Fue ahí, en su lecho de muerte cuando le contó sobre la flauta
y la bruja que protegía a la familia: la mujer que siglos atrás invocó la
protección a sus seres queridos, pero a los seres incorrectos (decía el abuelo).
No tenía
idea de qué tipos de seres eran de los que hablaba el abuelo, así que sin
pensarlo demasiado, corrió hasta lo más profundo del bosque, llegó hasta el
acantilado, donde creyó que el sonido de la flauta se escucharía fuerte y
claro. Se la puso en la boca y lanzó unas tímidas notas, estaba temblando; en
el fondo de su ser no quería hacerlo. Molesto, sopló fuertemente la flauta sin
tocar la melodía que su abuelo le había enseñado, luego lanzó un gritó de
desesperación y se tumbó de rodillas. Antes de que se diera cuenta, la suave
tierra donde se había parado cedió y cayó del acantilado.
Creyó
que todo estaba perdido, se sintió estúpido por intentar hacer algo contra el
pueblo, y estaba seguro que ese era su castigo. Cerró los ojos fuertemente. Fue
ahí, cuando sintió las manos que lo sostenían y lo ponían suavemente en el
suelo. Abrió los ojos de a poco y tuvo que contener el espanto. Frente a él
estaba una terrorífica criatura, con cuernos y los ojos inyectados en sangre. Lo
miraba como si fuera a lanzarse sobre él y a despedazarlo. Sin embargo, en el
fondo, sentía que estaba seguro a su lado.
— Yo…
— Eres
mi sangre — Interrumpió el ser con voz cavernosa.
— S-sí…
— ¿Quién
te dañó?
— Yo…
este… No me han dañado, pero en el pueblo dicen que soy un hereje y que deberían
matarme y quemar mi casa…
El ser
se acercó y comenzó a olerlo.
— Van a
matarte en cualquier momento…
— ¿De
verdad?
Aquel demonio lanzó un alarido y corrió hasta el acantilado, con increíble facilidad lo
subió y desapareció de su vista luego de haber llegado a la cima.
Allí la
esperó, por horas, escuchando los gritos y crujidos. Esperó hasta que cayó la
noche y llegó la mañana, pero el ser no volvió. Lo único que pudo hacer fue rodear
el acantilado y volver al pueblo, empacar sus cosas y comenzar de nuevo, en
otro lugar. Sin olvidar por supuesto, la flauta, reliquia de la familia.
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